Jesús, el buen pastor
Todos los cristianos –nacidos de nuevo– alcanzamos a comprender,
aunque limitadamente, que Jesús es Dios eterno y por lo tanto el buen
Pastor, que no solamente ha tenido a bien salvarnos, sino que, trayendo a
nuestra mente el Salmo veintitrés, también nos guía a lugares de
delicados pastos, recibiendo así un completo y satisfactorio bienestar
espiritual. De tal manera, nuestra comunión con Jesús se ve reflejada en
este símil: la oveja que sigue a su pastor voluntariamente, porque en
todo momento recibe de él la guía, el cuidado, y su protección
celestial. El Señor mismo declaró: «Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen» (Jn. 10:27). Recordamos
con agrado que todo aquel que ha disfrutado de la experiencia salvadora
de Cristo, ha sido a la vez tomado por la mano del buen Pastor, e
incorporado en el rebaño de Dios, esto es, la Iglesia de Jesucristo.
Ahora, sobre lo dicho, hacemos bien en preguntar: ¿Cómo actuó Jesús
–en calidad de pastor humano– en su paso por este mundo? Veamos algún
ejemplo.
EJEMPLO DE AMOR A DIOS
En primer lugar se hace inevitable valorar el gran amor que Jesús
tuvo su Padre celestial, dado que cumplió en obediencia absoluta con la
perfecta Ley, y llevó a cabo, con toda humildad, las obras que Dios le
había encomendado.
«Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón (fervientemente), y con toda tu alma (profundamente), y con toda tu mente (razonablemente), y con todas tus fuerzas (sacrificadamente). Éste es el principal mandamiento» (Mr. 12:30).
En respuesta a la petición del joven rico, Jesús utiliza el gran
precepto bíblico para enfrentarlo con su propia insuficiencia. A saber,
resulta imposible encontrar persona que haya cumplido íntegramente el
citado mandamiento; y por esta razón tan sencilla, podemos afirmar que
todos somos infractores delante de Dios. Solamente Jesucristo, en
calidad de humano, cumplió el citado mandamiento a la perfección, siendo
su ejemplo de amor y entrega a Dios un modelo para todo cristiano que
aspire a seguirle fielmente.
Cierto es, la esencia del cristianismo se sustenta en el amor a Dios,
y no existe otro valor más elevado que éste. Amar a Dios con el
corazón, con la mente, con el alma, y con todas las fuerzas, es igual
que amar a Dios sobre todas las cosas que pudieran ser susceptibles de
nuestro amor. Con tal entrega voluntaria, el que ama a Dios está
siguiendo a Cristo, y el que sigue a Cristo, es señal de que ama a Dios.
A partir de la idea expuesta, cabe precisar que es del todo
impracticable amar a Dios –según el mandato bíblico– por iniciativa
propia, puesto que si alguien posee verdadera capacidad para amar a
Dios, es porque primeramente ha experimentado su amor y gracia
abundante, proveyéndole al mismo tiempo de esa facultad tan especial.
Al igual que el mandamiento que hemos leído presidió la vida del
Maestro, también éste debe ser la aspiración que gobierne la vida de
todo discípulo suyo. Amar a Dios, al fin y al cabo, es una cuestión que
atañe a la decisión propia de cada individuo. De esta forma, el
cristiano que está verdaderamente determinado en servir a Dios,
concediéndole la gloria que sólo Él merece, en cierta manera le está
dando cumplimiento al mandamiento más importante: «Amarás al Señor tu
Dios...».
El buen Pastor indicó, en el ejemplo del joven rico, que el amor a
Dios por sobre todas las cosas, es la base donde se sostiene el
verdadero cristianismo. Si como hijos amados queremos cumplir con los
designios de nuestro Padre celestial, no podemos poner otro fundamento,
por cuanto la vida cristiana se centra en Dios mismo y en nuestro amor a
Él, por encima incluso de cualquier obligación moral, religiosa o
eclesial. Con esta predisposición, la voluntad de Dios debe constituir
el único motivo y propósito en el corazón del seguidor de Cristo.
A la verdad, el gran amor de Jesús manifestado en la obediencia a la
Ley, en el servicio hacia los demás, y finalmente en la entrega de su
propia vida en la Cruz, demostró, a todas luces, el amor incondicional
hacia su Padre celestial.
«¡Padre... aparta de mí esta copa; mas no lo que yo quiero, si no lo que tú!» (Mr. 14:36).
La imagen del Cristo sufriente en el huerto de Getsemaní, fue
realmente descriptiva. Y la oración de Jesús al Padre, en aquellas
circunstancias tan cruciales, parecía contener la sustancia de un amor
llevado a la máxima expresión práctica: «no lo que yo quiero, sino lo
que tú».
Pese a momentos tan angustiosos como los que refleja el texto
bíblico, podemos imaginar la determinación de Jesús basada en su amor a
Dios, y como consecuencia a la Humanidad perdida; apreciando,
igualmente, que la ejecución de los designios divinos se situó por
encima de sus intereses particulares, o inclusive de su propio bienestar
personal.
Suponemos muy probable, por lo que deducimos del propio texto, que
nuestro Señor se hubiera librado de los sufrimientos del Getsemaní si
ése hubiera sido su deseo; como también el tener que pasar por la Cruz.
No parecen nada sorprendentes sus palabras: «Aparta de mí esta copa»,
dado que en tal estado de adversidad, su propio cuerpo y alma se
encontraban en dolorosa aflicción: la carga de nuestros pecados sobre su
ser fue realmente difícil de soportar... No obstante, es maravilloso
recordar que en aquellos instantes precisos nuestro buen Pastor pensaba
en cada uno de nosotros: nuestra salvación eterna estaba en juego, y
Jesús no podía fallar. Y para conseguir el perfecto cumplimiento de la
voluntad del Padre, nuestro Señor debía proseguir con el programa
diseñado por Dios en la eternidad, incluyendo los horribles sufrimientos
que le causaría el pago de nuestros pecados.
Tomando el ejemplo de Jesús en el huerto de Getsemaní, admitimos con
toda seguridad que el creyente también pasará por sus «getsemanís»
particulares, aunque ciertamente no con la intensidad de sufrimiento que
experimentó nuestro Maestro. Y tiene su razón de ser, porque es en los
momentos de prueba, especialmente, donde se pone a prueba nuestro
verdadero amor a Dios, y con ello nuestra decisión de aceptar o rechazar
su voluntad.
Vista la enseñanza, consideremos que el sufrimiento, en sí mismo, no
armoniza con el deseo procedente de Dios. Por ello, está en nuestra mano
eliminar, en lo posible, las circunstancias adversas que aparezcan en
la vida. Es completamente lícito, por tanto, el apartar toda situación
de hostilidad que nos pueda sobrevenir.
Pero, ahora bien, en caso de no poder evitar cualquier situación de
conflicto, reparemos en la voluntad especial de Dios para nosotros.
Porque, si amamos a Dios, tendremos que cumplir con su programa
establecido, por muy trágico que parezca, recibiendo con paciencia todos
los sinsabores que la vida nos pueda proporcionar, y que Él mismo
permite, por cuanto todas las cosas, como bien sabemos, se mantienen
bajo su control. Y aunque ahora no alcancemos a comprender la magnitud
de su voluntad para con nosotros, estamos completamente seguros de que
si amamos a Dios, Él encamina todas las cosas para nuestro bien, como
así lo hace constar fielmente la Sagrada Escritura.
Si debido a las pruebas estamos contemplando nuestra vida con
pesimismo, tal vez sea porque la estamos mirando desde el punto de vista
humano. Pero tendremos que pensar que Dios nos mira desde su gloria,
sabiendo que aun desde la mayor aflicción, la fe del creyente se
perfecciona y fortalece.
Aprendamos de nuestro buen Pastor, porque a pesar del grado de
sufrimiento que alcanzó a experimentar, la expresión de su amor a Dios
fue sin reservas, siendo a la vez el reflejo del amor que también
manifestó al ser humano.
Así como lo hizo Jesús, aun en los momentos de máxima prueba, hagamos
también nuestra la firme decisión: amar a Dios sobre todas las cosas.Jesús es amor, y el que ama a Dios sigue a Jesús.
EJEMPLO DE AMOR AL PRÓJIMO
Si a lo largo de la historia de la Humanidad ha existido un claro
ejemplo de amor a Dios, y de amor hacia el prójimo, ha sido sin lugar a
dudas el de nuestro bondadoso Señor Jesucristo.
«Y salió Jesús (no permaneció recluido en un monasterio) y vio una gran multitud (es necesario una observación de nuestro contexto social), y tuvo compasión de ellos (a la acción le precede la misericordia), porque eran como ovejas que no tenían pastor (la realidad de nuestra Humanidad perdida, es que no tiene pastor); y comenzó a enseñarles muchas cosas (la labor para que vuelvan al rebaño es principalmente de guía pastoral)» (Mr. 6:34).
Aquí es preciso señalar que sólo el amor de Jesucristo es capaz de
producir cambios radicales en nosotros, y también en los que nos rodean.
Aquel que tiene a Cristo en su vida, y por lo tanto ha experimentado la
compasión, está llamado, como resultado natural, a mostrar un corazón
compasivo hacia los demás. Y, reflexionando sobre el versículo leído,
¿cómo pensamos que es la mejor manera de hacerlo? Pues como cita el
texto: «Y salió Jesús» a buscar a las ovejas perdidas.
Sobre este ejemplo, advertimos que no todos los cristianos somos
evangelistas. Pero, sin embargo, también es cierto que cada uno de
nosotros estamos llamados, de una forma u otra, a dar testimonio de
nuestra valiosa fe evangélica. De esta manera, la expresión del amor de
Dios hacia nuestros semejantes se traduce, primordialmente, en el deseo
de que los perdidos encuentren la Salvación.
La realidad es que gran parte de nuestra sociedad se halla extraviada
del camino verdadero, y por ello necesita encontrar una guía que le
oriente en la dirección correcta. Con tal vocación encauzaba su servicio
nuestro buen Pastor. Y también admitimos que todos los cristianos, de
alguna manera, deberíamos de colaborar en este preciado ministerio.
Según cita la Escritura Sagrada, la voluntad general de Dios reside
en que el hombre venga al conocimiento de la Verdad. Y, como
consecuencia, no podemos decir que amamos al prójimo y al mismo tiempo
dejamos que ande desorientado, cual barco que se pierde a la deriva. Nos
preguntamos, con cierta contradicción, por qué nos cuesta tanto dar
testimonio de nuestra salvación, y asimismo indicar a los demás dónde se
revela el camino que lleva a la vida. Tal vez ocurre que nuestro amor
al prójimo esté mal orientado, o hayamos pasado por alto el visible
ejemplo de Jesús.
Nuestro buen Pastor salió en busca de las ovejas perdidas para indicarles el camino... ¡hagamos nosotros lo mismo!
«...entre tanto que él despedía a la multitud (pastor cercano y accesible a la gente). Y después que los hubo despedido, se fue al monte a orar (labor de intercesión pastoral)» (Mr. 6:45,46).
Después del milagro de la multiplicación de los panes y los peces,
los discípulos enseguida subieron a la barca, apresurados seguramente
para ir a descansar. Al mismo tiempo, notamos que Jesús se quedó para
despedir a la multitud, ofreciendo su cordial saludo en la despedida, y
demostrando así su amor cálido y fraternal. A continuación, y como era
habitual en él, se fue al monte a interceder en oración al Padre
celestial: muestra de su verdadero interés por la multitud.
Volviendo a la enseñanza del texto, no olvidemos que el «saludo
cordial» es el acto de inicio en la mayoría de las relaciones
personales, donde va a depender, en gran medida, la impresión que los
demás tengan de nosotros, y por consiguiente de nuestro testimonio
cristiano.
Amor incondicional fue el que Jesús nos manifestó de forma clara y
fehaciente. Ahora, entendamos bien el concepto de «amor a Dios», ya que
el amor que no se muestra de manera horizontal (hacia los demás), es
porque no contiene verticalidad (hacia Dios). Teniendo presente el
modelo del buen Pastor, resulta una grave contradicción amar a Dios y a
la vez ignorar a nuestro prójimo. Y si es cierto que el cristiano ama al
prójimo, efectivamente tendrá que demostrarlo, así como también lo hizo
Jesús.
Valoremos adecuadamente el concepto de amor, porque si éste se
expresa solamente en la teoría, bien podemos asegurar que no es el
verdadero amor de Dios. De hecho, no se puede concebir un cristianismo
en el plano de la mística particular, sin que haya unas implicaciones de
carácter social, donde nuestro amor al prójimo se evidencie de forma
concreta. Aprendamos del ejemplo de Cristo, pues no existe manera mejor
para comenzar a poner en práctica el amor de Dios, que ofrecer mediante
«el saludo» una prueba amable de nuestro afecto fraternal. No tenemos
excusa alguna, el buen Pastor nos dio el ejemplo, y por lo tanto también
todo discípulo de Jesús debe expresarse amigablemente, brindando sin
reservas un trato afectuoso a los demás: «él despedía a la multitud».
Siguiendo el modelo bíblico, busquemos así el vínculo de cordialidad
fraternal en las relaciones interpersonales, donde nuestra forma de
expresión, agradable y cercana, muestre los valores fundamentales del
Reino de Cristo.
La demostración de nuestro amor al prójimo, es la medida de nuestro amor a Dios.
EJEMPLO DE MISERICORDIA
La misericordia de Jesús por el ser humano se hizo patente a lo largo
de su ministerio. Y ésta se expresó de una manera especial, a través de
su compasión por los pobres, enfermos y marginados de la sociedad;
característica esencial que describió el amor práctico de nuestro Señor.
«Y Jesús, teniendo misericordia de él...» (Mr. 1:41).
Esta frase señala la intención manifiesta con la que Jesús en todo
momento realizó su cometido personal. En la porción bíblica en la que
está enmarcada el texto, se nos presenta a un hombre afectado de lepra,
que despertó la atención y compasión del buen Pastor. Tras el primer
contacto, no tuvo por menos que aplicar su mano sanadora para curarle.
Con éste y otros ejemplos de amor práctico, la labor pastoral de nuestro
Señor se veía impregnada de gran bondad en todas y cada una de sus
acciones.
Atendiendo a la condición de la verdadera obra de caridad, podemos
afirmar que la actitud de misericordia primeramente se tiene
(«teniendo», hemos leído), es decir, se gesta primero en el corazón, y
posteriormente se evidencia en la práctica.
Contrariamente a lo expuesto, deducimos de la compasiva actuación de
Jesús, que todas las buenas obras hechas sin misericordia, se añaden a
una larga lista de los que buscan solamente una «religión
representativa». Esta clase de proceder puede hacer sentir bien a
algunos, pero definitivamente está exenta de toda bendición espiritual
para el que la practica.
Con el objeto de conservar el equilibrio espiritual, es preciso
reconocer que el énfasis principal de nuestro ejercicio cristiano recae
en el ser, y no tanto en el hacer, que mucho menos en el tener. El
creyente misericordioso es capaz de actuar sobre la base de su propio
estado interior, esto es, un corazón que ha logrado alcanzar la
misericordia de Dios.
En el sentido opuesto se encuentran aquellos que pretenden realizar
obras de misericordia, al mismo tiempo que su corazón carece de ella.
Con esta errónea forma de obrar, no se consigue más que imitar a los
religiosos de la época de Jesús, los cuales aun teniendo apariencia de
piedad, estaban privados de todo amor y compasión, especialmente por
causa de su orgullo espiritual.
El planteamiento de Jesús invita a una fe activa que obre a través
del amor. Se requiere del discípulo de Cristo, pues, que sus actos de
misericordia no sólo se deriven de una buena acción, sino en primer
término de un verdadero espíritu compasivo. Así es como la actitud debe
preceder a la acción.
Recalcamos la enseñanza, señalando que toda legítima obra de caridad
se asienta primero en el corazón, y luego se manifiesta en la práctica,
según el modelo de Jesucristo.
«Tengo compasión (sentimiento de amor práctico) de la gente (no sólo de los amigos), porque ya hace tres días que están conmigo, y no tienen qué comer (también de pan vive el hombre...), y si los enviare en ayunas a sus casas, se desmayarían en el camino, pues algunos de ellos han venido de lejos (gran percepción del buen Pastor)» (Mr. 8:2).
Como bien podemos apreciar, el mensaje de Jesús no quedó relegado a
la expresión teórica. Su verdadero amor se tradujo en una preocupación
sincera, no solamente por las necesidades espirituales, sino también y
como debe ser, por las físicas o materiales.
Nuestro Señor dedicó su ministerio a pronunciar el mensaje del
Evangelio, por el cual logramos la salvación eterna. Pero, además, no se
olvidó de que el hombre tiene unas necesidades que cubrir en esta vida
presente, y por tal razón también éstas quedaron reconocidas en su
mensaje, así como en su ejemplo.
En efecto, la espiritualidad que contempla la vida cristiana como un
simple elemento devocional, pero que escasea de principios aplicables a
la vida material, no se conforma al modelo de Jesús.
Visto el asunto desde el ámbito de la fe práctica, procuremos también
compartir los bienes materiales que poseemos, los cuales Dios por su
gracia nos suministra temporalmente para que los administremos.
No pensemos de otra manera, porque mientras vivamos en este mundo
existirán necesidades materiales (comer, vestir...) que inevitablemente
deberemos atender. Adquirir una visión integral del Evangelio, nos
ayudará a ser más sensibles con las necesidades de nuestro entorno, y de
tal forma, en la medida de nuestras posibilidades, nos veremos
impulsados a compartir con aquellos que más lo precisan.
Ahora, razonemos profundamente, porque como señalábamos en el
apartado anterior, las obras de carácter material que no se acompañan de
misericordia, no constituyen «ofrenda aceptable» delante de Dios. Como
también ocurrió en aquellos tiempos, a veces las buenas obras pueden
encubrir motivaciones egoístas, las cuales se adaptan a una especie de
«humanismo religioso» que muy poco se relaciona con el sentir de nuestro
buen Pastor. La falsa religión siempre busca algún interés personal,
mientras que Jesús mostró su amor de una forma completamente
desinteresada.
Por lo visto, si nuestro piadoso Señor se movió a compasión por las
necesidades materiales de aquellos que le seguían, entonces, ¿cuáles son
nuestras motivaciones personales en el servicio a Dios?
«Entonces, tomando la mano del ciego (cercanía para con el necesitado), le sacó (atención personalizada) fuera de la aldea (a veces es necesario las relaciones interpersonales fuera del bullicio de la ciudad)» (Mr. 8:23).
La ceguera física, representada en la Biblia, es símbolo de la
oscuridad espiritual en la que nuestro mundo se encuentra inmerso. El
efecto del pecado, que radica en el corazón del ser humano, ha derivado
en consecuencias verdaderamente trágicas; y no son éstas sólo enfermedad
o muerte, sino también muchas clases de desórdenes espirituales...
Pero, Jesús, como buen pastor que fue, no se mantuvo al margen de los
nefastos resultados que el pecado trajo a la Humanidad. Por medio del
servicio que realizó, Jesucristo afrontó con preocupación los problemas
del ser humano, y de una manera generalmente personalizada, sobre todo
para con el más necesitado.
Observemos con detenimiento el momento tan gráfico, en el cual
nuestro Señor toma la mano del ciego y lo conduce fuera de la aldea,
entablando así una relación personal con él. Contemplamos cómo Jesús
acompaña al necesitado en el camino de la restauración, ofreciendo de
esta manera la guía y atención necesaria.
Podemos destacar, en esta escena, que cuando nuestro Señor realizó su
labor de pastor, no lo hizo «en la distancia», sino más bien
acompañando al individuo en la resolución de sus conflictos: «tomando la
mano». Y al igual que hizo el Maestro, ninguno de nosotros debemos
mantenernos distanciados de aquellas personas que nos necesitan. Cabe
aquí una comprensión adecuada del tema, pues el contacto personal es
indispensable en la relación práctica de amor hacia nuestros semejantes.
Todo discípulo de Cristo, como pastor de las ovejas que habitan
perdidas en este mundo, y lejos de distanciamientos profesionalizados,
hará bien en tomar de la mano al necesitado e iniciar un contacto
personal, para que así como ocurrió en la experiencia de aquel
invidente, la vida de muchos pueda llegar a ser plenamente restaurada.
Cualquier ocasión de hacer un bien al prójimo, no se repetirá dos
veces. Aprovechemos, por consiguiente, toda oportunidad que nos pueda
surgir, bien sea en la iglesia local, en las reuniones particulares, en
el camino a casa, en el trabajo, o en todo lugar donde aparezca la
ocasión, para demostrar que nuestro cristianismo no consiste simplemente
en conocer muy bien la doctrina, sino fundamentalmente en seguir el
ejemplo de Cristo.
Si en verdad estamos siendo guiados por la mano del buen Pastor,
¿cómo podremos dejar de ofrecer nuestra mano amiga a aquel que más lo
necesita?
El verdadero amor se compadece de la desgracia ajena.
EJEMPLO DE CONSEJERÍA
El trabajo de consejería (sanar el alma) es cada vez más requerido en
nuestro ámbito evangélico, por cuanto hoy no se suelen tener muy
presentes los valores pastorales, que en buena medida atañe a todo
cristiano.
Aprender, por tanto, de cómo Jesús aplicó una consejería bíblica, es
buena medida para no extraviar el servicio pastoral que, de una manera u
otra, todos los fieles seguidores de Jesús deben realizar.
«Tened ánimo (animar); yo soy (la presencia de Jesús), no temáis (la seguridad de su poder)» (Mr. 6:50).
Traigamos por un momento a nuestra mente la imagen de Jesús caminando
sobre el mar, en acto de sobrenaturalidad. Entre tanto, sus discípulos,
viendo la espectacular escena en riguroso directo, llegaron a imaginar
que aquél que andaba sobre el mar, no podía ser más que un fantasma...
Igualmente, varios de los desarreglos psicológicos que se producen en
nuestra mente y corazón, con los temores correspondientes, en ocasiones
obedecen a interpretaciones erróneas de los acontecimientos que nos
rodean. El producto de una equivocada interpretación fue, precisamente,
lo que provocó el particular sobresalto en el corazón de los discípulos.
Discurramos, pues, acerca de la manera como el buen Pastor trató este
problema.
Aunque bien podríamos pasar por alto las reacciones equivocadas de
aquellos seguidores de Jesús, no obstante la respuesta del Maestro
contenida en el texto leído, llama vigorosamente nuestra atención.
Valoremos adecuadamente la actitud de nuestro Señor, porque a pesar de
las primeras impresiones de sus discípulos, y del natural dictamen que
habían realizado en su mente (Jesús parecía ser un fantasma), nos
percatamos de que ningún reproche salió de su boca; parece ser lo
contrario, palabras de ánimo llegaron al corazón de los aterrorizados
discípulos: «tened ánimo».
La presencia de Jesús llega a sus corazones como garantía de
tranquilidad y fuente de consuelo. Lejos de ver fantasmas por doquier,
el buen Pastor les ayuda a estar seguros de su poder y autoridad.
Tomando dicho patrón cristiano, también podemos sostener la enseñanza
de que ser consejero no consiste sólo en dar buenos consejos. La
consejería también va orientada a proveer, a todo aquel que lo necesite,
de una visión apropiada de la persona y obra de Cristo. Dicho esto, es
preciso adquirir una comprensión profunda y a la vez real (no
fantasmagórica) de quién es Jesús y de qué manera interviene en nuestra
vida, para poder cobrar ánimo y dejar fuera el temor que produzca
cualquier acontecimiento sombrío.
Un buen consejero cristiano, por consiguiente, colabora en la sanidad
del alma; y entre otros métodos utilizados, el más importante consiste
en proporcionar una perspectiva adecuada del poder de Jesús, procurando
reorientar la vida espiritual del necesitado hacia una correcta relación
con Dios, según el modelo de Cristo. Con este procedimiento se consigue
que el temor disminuya, y se ayuda a resolver en cierta medida todo
conflicto psíquico o espiritual; acudiendo, naturalmente, a la seguridad
que otorga la Palabra divina, y recibiendo el sano equilibrio que en
todo momento nos ofrece.
Las palabras de gracia que el buen Pastor pronunció, fueron las de un
consejero maravillosamente comprensivo, que supo escuchar, animar, y
proveer de la suave y bienhechora presencia espiritual, trayendo a la
persona el consuelo del alma, que por otro lado, y en momentos precisos,
todos vamos a seguir necesitando de forma especial.
Así como lo expresó el Maestro, seamos también comprensivos con
aquellos que suelen ver «fantasmas» a su alrededor, y como resultado
viven en constante temor; considerando, en cualquier caso, el estado
deficiente de nuestra propia debilidad humana.
Es muy probable que a lo largo de nuestra vida aparezcan supuestos
fantasmas (circunstancias y personas varias) que inquieten nuestra
armonía interior. Si bien, nuestra labor de consejería consiste en
recordar a aquellos asustadizos hermanos en la fe, que el buen Padre
celestial se halla en control de todas las cosas, y por consecuencia no
deben verse fantasmas donde en realidad está la presencia de Jesús, el
buen Pastor.
«Iban por el camino subiendo a Jerusalén; y Jesús iba delante...» (Mr. 10:32).
La expresión que encontramos en el texto: «iba delante», a simple
vista podría carecer de significado. Sin embargo, parece inevitable
descubrir el ejemplo del buen consejero, que no va delante sólo por ser
pastor, maestro o líder, sino esencialmente por la disposición que en
todo momento mantuvo en su servicio al prójimo.
Visualizando la escena bíblica, apreciamos que los discípulos de
Jesús iban por el camino hacia Jerusalén, seguramente pendientes de lo
que hacía el Maestro; mientras que Jesús va delante de ellos dando
ejemplo de completa disponibilidad, como debe ser propio del buen
consejero.
Atendamos a la enseñanza, porque aunque Jesús tenía alma de líder,
nunca expresó su espiritualidad situándose por encima de los demás a
modo de conquistador, sino que como venimos señalando, fue más bien
delante a modo de siervo. Aquí debemos recordar que en aquel tiempo, ir
delante del grupo en un camino situado a las afueras de Jerusalén,
suponía exponerse el primero a todos los peligros: ladrones, animales
fieros, obstáculos en el terreno, y demás dificultades que pudieran
aparecer en el camino.
Debemos aprender del buen Pastor, el cual tomó la iniciativa para ir
delante... A veces, dar el primer paso en el servicio, constituye buen
remedio para no quedar rezagados en el desarrollo de nuestra vida
cristiana. Es verdad, no sirve de mucho una enseñanza que no alcancemos a
cumplirla nosotros primero, puesto que los demás apreciarán sobre todo
el ejemplo práctico en las decisiones, y no tanto nuestras bonitas
palabras.
Recibamos el ejemplo de Jesús como buen consejero, porque si él
acompañó a sus discípulos yendo delante en el camino, también nosotros,
como seguidores del Maestro, debemos marchar junto a nuestros hermanos
en la fe con la firme disposición de adelantarnos... sobre todo en lo
que a servicio se refiere.
Al igual que en las guerras de la antigüedad, podemos pensar que el
devenir de nuestro cristianismo se asemeja mucho a una batalla. Y en tal
batalla nadie, por muy líder que sea, debe quedarse en la retaguardia.
Ejemplo contrario es presentado en el modelo de Cristo. Cuanto mayor
posición o cargo espiritual, mayor también será la responsabilidad en
tomar la espada, y a modo de soldado valiente, avanzar delante de las
tropas para luchar contra el enemigo.
Igualmente el ejemplo es para todos. Un paso adelante en la llamada
voluntaria de cualquier soldado, es señal de valentía, disposición y
cumplimiento del deber. Si Jesús tomó la iniciativa, ¿por qué no hacemos
nosotros lo mismo y vamos también delante en el servicio de nuestros
hermanos?
Si Jesús va delante, no hay nada que temer.
EJEMPLO DE TOLERANCIA
No cabe la menor duda de que tenemos un Pastor benévolo y
condescendiente, que a la verdad nos soporta más allá de los límites de
nuestra impaciencia. Y no podría ser para menos, pues su corazón
compasivo y lleno de amor le lleva a comprender, en su verdadera
dimensión, la grave tragedia de nuestra insuficiencia humana.
«Ellos le dijeron (Jacobo y Juan): Concédenos que en tu gloria nos sentemos el uno a tu derecha, y el otro a tu izquierda (las pretensiones de los discípulos no podían ser más claras). Entonces Jesús les dijo: No sabéis lo que pedís...» (Mr. 10:37,38).
Si observamos con atención la escena bíblica, suponemos que estos
discípulos querían asegurar su gloria en el Reino futuro. Y para
conseguir este objetivo, pensaron que lo mejor que podían hacer era
pedírselo directamente al Rey... Bien podía haberse enfadado Jesús con
ellos, debido a sus mezquinas intenciones. A pesar de todo, sabiendo que
no habían entendido nada, o muy poco de lo que hasta entonces les había
enseñado acerca del servicio, Jesús mantuvo la calma y en ningún
momento se dejó llevar por un espíritu de crispación, rabia o
descontento.
La paciencia de nuestro Señor se puso a prueba, porque el llamado
«tráfico de influencias» no estaba previsto en su ministerio. De hecho
les podía haber reprendido duramente por su actitud egocéntrica. Antes
bien, nuestro buen Pastor, siempre paciente, entendía como nadie la
enorme fragilidad del ser humano.
Atendiendo a la propia ignorancia de los atrevidos discípulos, Jesús
les hizo ver su craso error: «No sabéis lo que pedís». Y a continuación
les recordó su fórmula cristiana acerca del servicio: aquel que quiera
ser el primero (en el Reino futuro), deberá ser el último y el siervo de
todos (en el Reino presente).
En contra del modelo presentado, resulta curioso descubrir que una
sociedad cada vez más tolerante con el pecado, es proporcionalmente
menos tolerante con las personas que lo cometen. Encontramos un claro
ejemplo en los matrimonios, donde al parecer hoy no se soporta en lo más
mínimo las deficiencias conyugales, siendo la intolerancia una de las
mayores causas de divorcio. La verdad es que cada vez somos más
indulgentes con el pecado, pero al mismo tiempo y paradójicamente, más
intransigentes con las personas.
Con espíritu reflexivo debemos adentrarnos en nuestro mundo interior,
para comprender la extrema inconsistencia del ser humano, que por causa
del pecado estropeó gravemente su naturaleza física y espiritual.
Sirva, entonces, el ejemplo de nuestro paciente Señor, para que
usemos la máxima tolerancia con el prójimo, por lo menos, si cabe, para
no alterar nuestra paciencia; consiguiendo exponer así, con sabia
enseñanza, el error en el que muchos se encuentran: «no sabéis lo que
pedís».
«También los que estaban crucificados con él le injuriaban» (Mr. 15:32).
Si realizamos mentalmente un salto en el tiempo, nos situamos
históricamente en los momentos de la crucifixión. Y contemplamos
entonces un suceso que nos conmueve profundamente, cuando observamos que
incluso los que estaban crucificados juntamente con Jesús, se atrevían a
insultarle, ofendiendo sin consideración alguna a Aquel que entregaba
su vida por ellos.
En aquellos extraordinarios momentos, nuestro Señor estaba soportando
los horrores del castigo divino por causa de nuestros pecados... Y,
admirablemente, fue en esos instantes de máximo sufrimiento, donde el
buen Pastor continuó revelando su gran compasión por el prójimo,
incluyendo a los mismos verdugos que le llevaron a la cruz.
No nos llamemos a engaño, puesto que en el periodo de sufrimiento es
cuando la prueba resulta más difícil de soportar; es cuando el gozo se
ve empañado por nuestros sentimientos, la paciencia es puesta al límite,
la fe es probada al extremo, y nuestra fidelidad a Dios resulta más
difícil de mantener. Tampoco nos asombre ver a ciertos individuos que,
en situaciones de incomodidad, no paran de quejarse por todo;
impacientes por las contrariedades de la vida, guardan gran
resentimiento, ya que solamente ellos sufren (y de manera injusta porque
al parecer no lo merecen), adoptando en ocasiones una actitud de queja
contra Dios, y manteniendo como resultado una postura intolerante hacia
los demás.
Mantengamos buen juicio en lo que a nuestra vida cristiana afecta,
porque pese a las circunstancias hostiles que pudieran sobrevenir, no
tenemos causa alguna para quejarnos, y sí motivos sobrantes por los que
dar gracias a Dios.
De igual forma que Jesús lo hizo, debemos mostrar paciencia,
tolerancia y respeto con los demás, aun con aquellos que nos rechazan o
increpan. Es cierto, amar cuando estamos pasando por momentos de
bienestar, no tiene demasiado mérito. Sin embargo, amar a nuestros
enemigos, incluso en momentos de máxima aflicción, sitúa al discípulo de
Cristo en un plano muy superior respecto a las virtudes más excelsas
que nuestro mundo pudiese mostrar.
Que nuestra oración sea: ¡gracias Dios por tu tolerancia y paciencia
para conmigo! ¡Ayúdame a ser paciente, y a poder asumir las pruebas con
serenidad! ¡Y concédeme un amor sobrenatural para amar a mis enemigos,
aunque sea en los momentos de máxima desdicha!
¿Qué pastor da su vida por las ovejas? Solamente podría ser nuestro Pastor amado: el Señor Jesús.
La tolerancia es siempre amiga de la comprensión.
EJEMPLO DE COMUNIÓN
El ministerio de Jesús se destacó además por el significado tan
especial que le otorgó a la comunidad de hermanos. Con este pensamiento
deseó practicar siempre y en todo lugar la «comunión fraternal» con sus
discípulos, y también con todos aquellos que deseaban seguirle.
«Y estableció a doce, para que estuviesen con él (la verdadera comunión con Jesús), y para enviarlos a predicar (resultado ministerial de haber estado con Jesús)» (Mr. 3:14).
Como indica el texto bíblico, nuestro Señor apreció en gran manera la
colaboración ministerial, y no pretendió realizar una labor en
solitario. Con esta intención, esencialmente, estableció a doce
discípulos para que fueran un ejemplo de comunidad, donde el amor
cristiano pudiera tomar la forma personal y colectiva, en el modelo de
Jesús y a través de la comunión con él.
Abordando el tema de la comunidad, no podemos pasar por alto el
individualismo atroz que hallamos en nuestro mundo presente, el cual ha
provocado un fatal distanciamiento de los unos con los otros,
repercutiendo negativamente en la unidad espiritual y práctica que la
iglesia debe guardar. Por ello es preciso recordar una vez más que, como
discípulos, nuestro ideal no se encuentra en la sociedad individualista
en la que vivimos, sino que como ya venimos resaltando, se halla en el
modelo de Cristo: «para que estuviesen con él».
Es verdad que el individuo y la comunidad se interrelacionan
mutuamente, por lo que el uno se beneficia del otro. En este sentido, la
Escritura explica el presente concepto, haciéndonos saber que todos los
creyentes formamos parte del Cuerpo de Cristo, y por ende todos los
miembros deben funcionar con cierta dependencia. La analogía es obtenida
del propio cuerpo humano. Imaginemos por un momento la horrenda imagen
que mostraría un cuerpo cuyos miembros se articulasen independientes y
sin coordinación alguna...
Aceptamos que la espiritualidad contiene un alcance entre Dios y el
ser humano como individuo, y efectivamente esta relación es
insustituible. Pero no nos olvidemos de que vivimos en una sociedad, y
por tal razón adquirimos una responsabilidad en cuanto a las personas
que nos rodean. Por ello, el modelo de cristianismo que Jesús instauró,
se administra positivamente en la medida que éste contiene una dimensión
comunitaria.
Por lo general, descubrimos en la Escritura que las figuras de la
vida cristiana se conciben casi siempre en forma colectiva. Así, y no de
otra forma, le ha placido a Dios escoger no a un individuo, sino a un
pueblo.
Practicar la comunión fraternal entre los hermanos, como Jesús nos
enseñó, parece ser la base de un cristianismo que no se limita a los
cultos dominicales, sino que se integra en la vida cotidiana, donde en
unidad se consigue dar forma a los principios colectivos del reino de
Dios. Definitivamente, es en la comunidad de hermanos, incluida la
iglesia local, donde en buena medida debe ponerse en práctica el modelo
de Jesús.
Ahora bien, a tenor de lo expresado en la mención bíblica, podemos
afirmar que la comunión entre los hermanos tiene sentido en tanto que
nuestra comunión con Jesús es verdadera. Hemos leído que el objetivo
principal se cumple primero en la comunión con el Maestro: «para que
estuviesen con él». Así, pues, deducimos que la relación efectiva con
los demás cristianos, resulta del efecto natural de nuestra buena
relación con Jesús.
Ante la enseñanza presentada, reconozcamos el valor de nuestras
relaciones personales, porque si nuestra comunión con los demás es
deficiente, ¿en qué lugar se halla nuestra comunión con Dios?
«Él les respondió diciendo: ¿Quién es mi madre y mis
hermanos? Y mirando a los que estaban sentados alrededor de él, dijo: He
aquí mi madre y mis hermanos. Porque todo aquel que hace la voluntad de
Dios, ése es mi hermano, y mi hermana, y mi madre (su verdadera familia)» (Mr. 3:33-35).
Como en otros textos, también aquí se hace necesario introducirnos en
el ambiente del pasaje, para notar que la familia de Jesús estaba
buscándole. Y ante las indicaciones de las personas, la propuesta del
Maestro se formuló en forma de pregunta y respuesta, conteniendo un
enfoque comunitario eminentemente espiritual: «¿Quién es mi madre y mis
hermanos?».
Pensemos que en el orden de una sociedad tan patriarcal como la de
entonces, el proyecto de Jesús fue destacadamente revolucionario.
Enfrentarse con las costumbres propias de la época, no fue fácil para
Jesús. Pese a todo, fue un hombre dotado de gran valentía. Su mensaje
rompió los moldes establecidos, cuestionando la relativa seguridad que
pudiera proporcionar los lazos familiares, cuando éstos contrastaban con
la seguridad eterna que a la verdad sólo nuestro Dios puede ofrecer.
Jesús viene a instituir una renovada categoría en las relaciones
personales y familiares. Y es así como la posición de igualdad que el
buen Pastor otorga a todos, sin diferencia de castas, preferencias
familiares o jerarquías impuestas, se hizo patente en sus tajantes
declaraciones. Verdad es, en el Reino que pertenece a Dios no debe haber
tratos de favoritismo, pues todos somos iguales delante de Él.
La idea que Jesús comunicó a sus conciudadanos, quedó luego
confirmada por sus apóstoles a través de los escritos del Nuevo
Testamento. En éste se aclara que la persona convertida a Dios pertenece
exclusivamente a Él, al tiempo que obtiene una nueva y gloriosa
identidad espiritual, existiendo como miembro de una sola familia: la
familia de la fe.
Si bien la afirmación de Jesús tiene todo el peso de la verdad, no
debemos menospreciar en ninguna manera a la familia en la carne,
naturalmente. En este asunto, la diferencia se halla cuando discernimos
que los valores que ha recibido el discípulo de Cristo, corresponden a
un plano muy superior que los de la tierra.
Al mismo tiempo, el texto bíblico que hemos leído nos enseña que la
«comunión espiritual» se hace solamente posible con aquellos que forman
parte de la familia de Dios (los que hacen su voluntad). Así, la
comunión cristiana tiene su razón de ser en los hijos de Dios, y no
haremos bien en buscar la seguridad completa, sea temporal o eterna, en
los lazos terrenales de nuestra familia carnal.
Examinemos nuestra actitud para con Dios, y preguntémonos si nuestros
intereses personales o familiares, se están situando por encima de los
intereses del Reino de los cielos: «¿Quién es mi madre y mis hermanos?».
«Seis días después, Jesús tomó a Pedro, a Jacobo y a Juan, y
los llevó aparte solos a un monte alto; y se transfiguró delante de
ellos» (Mr. 9:2).
Si bien decíamos que Jesús no ofreció tratos de favoritismo, la
verdad es que fueron distintos los niveles de relación que mantuvo con
sus discípulos. En este capítulo, reconocemos que Jesús escogió a tres y
no a todos los discípulos, con el fin de compartir la experiencia de la
transfiguración.
Para obtener una opinión correcta sobre el tema, tal vez podemos
hacernos las siguientes preguntas: ¿Necesitó Jesús a tres discípulos
para subir al monte y vivir esa trascendental experiencia? Recapacitando
con lógica, creemos que no. ¿Para qué lo hizo entonces? ¿para
impresionarles? Estamos seguros de que tampoco fue éste el propósito de
aquella sobrenatural manifestación.
Siguiendo el estilo de vida de nuestro Señor, percibimos que el
anhelo de su corazón fue siempre el de compartir. Por esta razón quiso
hacer partícipe a sus discípulos más íntimos de aquella maravillosa
experiencia de bendición.
Tal ejemplo es de particular valor para nosotros, ya que corresponde
al discípulo buscar la edificación espiritual del prójimo, y no guardar
en el «cuarto trastero» las experiencias que se devienen de la relación
con la Palabra divina. Por lo cual, estamos llamados a compartir con
otros nuestras vivencias espirituales, así como las varias bendiciones
que hemos recibido de parte de Dios.
Fijemos bien nuestra atención en el modelo bíblico, porque Jesús
muestra su cercanía como pastor, pero también como amigo. De igual forma
hemos de aprender a compartir con nuestros hermanos, desde la amistad,
tanto las bendiciones físicas como las espirituales, procurando en todo
momento su bienestar personal.
Por otra parte, visto el modelo de Jesús (escogió a tres discípulos),
no pretendamos mantener un mismo nivel de comunión con todos: ello
sería una imprudencia, puesto que las personas se relacionan por su
grado de afinidad, debido a sus distintos caracteres, edades, cultura, y
demás factores que influyen decisivamente en el trato personal: «y los
llevó aparte solos».
En conclusión, según hemos contemplado en el ejemplo de Cristo,
debemos seguir luchando para reavivar el espíritu comunitario, en contra
del espíritu individualista que, la verdad sea dicha, sigue residiendo
plácidamente en muchas de nuestras congregaciones.
Lo que nos acerca a Jesús es hacer su voluntad, no el parentesco.
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